viernes, junio 19, 2009

LLAMAMIENTO


Fuente original:
www.bloom0101.org
Traducción:
Ramon Vilatovà Pigrau y Alida Díaz
Maquetación:
Antonio Borrallo

.

LLAMAMIENTO

En 2003, el Llamamiento irrumpió en eso que algunos

jamás han tenido vergüenza en denominar los “medios politizados”.

De ese pequeño libro marrón, sin mención de autor ni de

edición, se lanzaron varios miles de ejemplares. Se puso mucho

cuidado en que no circulase por los canales comerciales sino que

se propagase a partir de espacios políticos y de mano en mano.

No por un deseo de alimentar la fanfarronería del precio libre

y de la sub-cultura, sino para que el texto coincidiese con un

gesto; y para que cualquier lector pudiese responder al llamamiento.

Si la difusión de este libro respondió a la necesidad de

volver a plantear la cuestión de una estrategia revolucionaria

victoriosa, al mismo tiempo suponía un medio de construir el

partido aquí y ahora. Es únicamente bajo esta perspectiva que

las difusiones alemana, portuguesa, inglesa, griega y ahora

española, cobran sentido.

Proposición I

Nada falta al triunfo de la civilización.

Ni el terror político ni la miseria afectiva.

Ni la esterilidad universal.

El desierto ya no puede crecer más: está en todas

partes.

Pero aún puede profundizarse.

Frente a la evidencia de la catástrofe, están los que se

indignan y los que toman nota, los que denuncian y

los que se organizan.

Estamos del lado de los que se organizan.

Escolio

Esto es un llamamiento. Es decir que se dirige a los que lo

escuchan. No haremos el esfuerzo de demostrar, de argumentar,

de convencer. Iremos a la evidencia.

La evidencia no es una cuestión de lógica, ni de razonamiento.

Está del lado de lo sensible, del lado de los mundos.

Cada mundo tiene sus evidencias.

La evidencia es lo que se comparte

o lo que parte.

A través de lo cual toda comunicación vuelve a ser nuevamente

posible, no está ya postulada, sino que debe construirse.

Y eso, esa red de evidencias que nos constituye, SE nos

enseñó tan bien a ponerla en entredicho, a esquivarla, a silenciarla,

a guardarla para nosotros. SE nos enseñó tan bien que

todas las palabras faltan cuando queremos gritar.

En cuanto al orden bajo el cual vivimos, cada uno sabe a

qué atenerse: el imperio salta a la vista.

Que un régimen social agonizante no tenga más justificación

para su arbitrariedad que su absurda determinación –su

determinación senil– de, simplemente, durar;

Que la policía, mundial o nacional, haya recibido carta

blanca para poner en su lugar a los que se salgan de la raya;

Que la civilización, herida de muerte, no encuentre en ninguna

parte, en la guerra permanente a la que se ha lanzado,

más que sus propios límites;

Que esta fuga hacia adelante, ya casi centenaria, no produzca

más que una serie ininterrumpida de desastres cada vez

más próximos;

Que la masa humana se acomode a golpe de mentiras, de

cinismo, de embrutecimiento o de pastillas, a este orden de

cosas,

nadie puede pretender ignorarlo.

Y el deporte que consiste en describir interminablemente,

con una complacencia variable, el desastre presente, no es

más que otro modo de decir: “Es así”; el premio a la infamia

les corresponde a los periodistas, a todos aquellos que, cada

mañana, hacen como si descubriesen de nuevo las inmundicias

que constataron el día anterior.

Pero lo sorprendente, a estas alturas, no son las arrogancias

del imperio sino más bien la debilidad del contraataque.

Es como una colosal parálisis. Una parálisis masiva, que cuando

aún habla dice tanto que no se puede hacer nada al tiempo

que admite, exasperada, que “hay tanto por hacer…”, lo

cual es lo mismo. Y al margen de esta parálisis, está el “hay

que hacer algo, lo que sea” de los activistas.

Seattle, Praga, Génova, la lucha contra los Organismos

Genéticamente Modificados o el movimiento de los parados;

hemos tomado parte, hemos tomado partido en las luchas de

los últimos años,

y ciertamente no del lado de Attac o de los Tute Bianche.

El folclore contestatario ha dejado de entretenernos.

En la última década, hemos visto al marxismo-leninismo

recomenzar su aburrido monólogo en boca de estudiantes en

edad escolar.

Hemos visto al anarquismo más puro rechazar incluso lo

que no entiende.

Hemos visto al economicismo más plano –el de los amigos

de Le Monde Diplomatique–1 convertirse en la nueva religión

popular. Y al negrismo imponerse como única alternativa

al fracaso intelectual de la izquierda mundial.

En todos partes el militantismo se ha entregado de nuevo

a rehacer sus construcciones tambaleantes,

sus redes depresivas,

hasta el agotamiento.

Han bastado tres años a policías, sindicatos y otras burocracias

informales para dar cuenta del breve “movimiento

anti-globalización”. Para fragmentarlo. Dividirlo en “terrenos

de lucha” tan rentables como estériles.

En este momento, de Davos a Porto Alegre, del Medef

[patronal francesa] a la CNT, el capitalismo y el anticapitalismo

adolecen de la misma ausencia de horizonte. La misma

perspectiva mutilada de la administración del desastre.

Lo que se opone a la desolación dominante no es en

definitiva más que otra desolación bastante menos provista.

En todas partes la misma idea tonta de la felicidad. Los

mismos juegos infectos de poder. La misma desarmante

superficialidad. El mismo analfabetismo emocional. El

mismo desierto.

Decimos que esta época es un desierto y que este desierto

se profundiza sin cesar. Esto, por ejemplo, es una evidencia,

no es poesía. Una evidencia que contiene muchas otras. En

particular la ruptura con todo lo que protesta, todo lo que

denuncia y glosa sobre el desastre.

Porque quien denuncia se exime.

Pareciera que los izquierdistas acumularan razones para

rebelarse de la misma manera que el gerente acumula medios

para dominar. Del mismo modo, es decir, con la misma fruición.

El desierto es el progresivo despoblamiento del mundo.

La costumbre que hemos adquirido de vivir como si no

estuviésemos en el mundo. El desierto se encuentra tanto en

la proletarización continua, masiva y programada de las

poblaciones, como en los barrios residenciales californianos,

ahí donde la angustia consiste justamente en el hecho de que

nadie parece sentirla.

Que el desierto de la época no sea percibido verifica aún

más ese desierto.

Algunos han tratado de nombrar el desierto. De designar

lo que hay que combatir no como la acción de un agente

extranjero, sino como un conjunto de relaciones. Han hablado

de espectáculo, de biopoder, de imperio. Pero también eso

se ha sumado a la confusión reinante.

El espectáculo no es una cómoda síntesis del sistema de

los mass-media. Consiste también en la crueldad con la que

todo nos remite sin tregua a nuestra propia imagen.

El biopoder no es un sinónimo de Seguridad Social, de

Estado del bienestar o de industria farmacéutica, sino que se

aloja gustosamente en la atención que prodigamos a nuestro

cuerpo como algo precioso, en medio de una cierta extrañeza

física tanto de uno mismo como de los otros.

El imperio no es una especie de entidad supra-terrestre,

una conspiración planetaria de gobiernos, de redes financieras,

de tecnócratas y de multinacionales. El imperio está allí

donde no pasa nada. En cualquier sitio donde esto funciona. Ahí

donde reina la situación normal.

A fuerza de ver al enemigo como un sujeto que nos hace

frente –en vez de experimentarlo como una relación que nos sostiene–,

uno se encierra en la lucha contra el encierro. Se reproduce,

bajo el pretexto de “alternativa”, la peor de las relaciones

dominantes. La lucha contra la mercancía se convierte en

un producto. Nacen las autoridades de la lucha anti-autoritaria,

el feminismo con cojones y las cacerías antifascistas2.

Formamos parte, en todo momento, de una situación. En

su seno, no hay sujetos y objetos, yo y los otros, mis aspiraciones

y la realidad, sino el conjunto de las relaciones, el conjunto

de los flujos que la atraviesan.

Hay un contexto general –el capitalismo, la civilización, el

imperio, lo que se quiera–, un contexto general que no sólo

pretende controlar cada situación sino que, peor aún, intenta

que por lo general no haya situación. SE han ordenado calles y

casas, el lenguaje y los afectos, y aún el tempo mundial que

todo eso implica, con ese único fin. SE actúa por todas partes de

modo que los mundos se deslicen unos sobre otros o se ignoren.

La “situación normal” es esta ausencia de situación.

Organizarse quiere decir: partir de la situación y no recusarla.

Tomar partido en su seno. Y tejer las solidaridades necesarias,

materiales, afectivas, políticas. Es lo que sucede en

cualquier huelga en cualquier oficina, en cualquier fábrica. Es

lo que hace cualquier banda. Cualquier guerrilla. Cualquier

partido revolucionario o contrarrevolucionario.

Organizarse quiere decir: dar consistencia a la situación.

Tornarla real, tangible.

La realidad no es capitalista.

La posición tomada en el seno de una situación determina

la necesidad de aliarse y, por ello, de establecer ciertas líneas

de comunicación, circulaciones más amplias. A su vez, esos

nuevos vínculos reconfiguran la situación. A la situación que

nos ha sido dada, la llamaremos “guerra civil mundial”.

Donde ya nada puede limitar el enfrentamiento de las fuerzas

presentes. Ni siquiera el Derecho, que participa del juego

como otra forma del enfrentamiento generalizado.

El NOSOTROS que se expresa aquí no es un NOSOTROS

delimitable, aislado, el NOSOTROS de un grupo. Es el

NOSOTROS de una posición. Esta posición se afirma hoy

como una doble secesión: por un lado, secesión en relación al

proceso de valorización capitalista, y por otro, secesión con

respecto a todo lo que la simple oposición al imperio, aún extraparlamentaria,

impone de esterilidad; secesión, por consiguiente,

de la izquierda. Aquí “secesión” no indica tanto el

rechazo práctico de comunicar como una disposición a for-

mas de comunicación de una intensidad tal que arrebaten al

enemigo, ahí donde se establezcan, la mayor parte de sus

fuerzas.

Para ser breves, diremos que una tal posición toma de los

Black Panthers la fuerza de irrupción, de la autonomía alemana

los comedores colectivos, de los neo-luditas ingleses las casas

en los árboles y el arte del sabotaje, de las feministas radicales

la elección de las palabras, de los autonomistas italianos las

auto-reducciones de masa y del movimiento 2 de junio la alegría

armada.

Para nosotros, no hay amistad que no sea política.

1. Asociación de lectores de la revista mensual Le Monde Diplomatique,

poseedora del 49% del capital total de la compañía. (N. del T.)

2. En francés, en el original, “ratonnade”. Palabra utilizada para definir la cacería

policial o militar de argelinos (ratones o ratillas en el vocabulario racista)

cuando Argelia era aún colonia francesa. (N. del T.)

Proposición II

La inflación ilimitada del control responde sin

esperanza de éxito alguno a los previsibles

desmoronamientos del sistema.

Nada de lo que se expresa en la distribución conocida

de las identidades políticas está en condiciones de ir

más allá del desastre.

Para comenzar, nos desembarazamos de eso. No

impugnamos nada, no reivindicamos nada. Nos

constituimos en fuerza, en fuerza material, en fuerza

material autónoma en el seno de la guerra civil mundial.

Este llamamiento enuncia sobre qué bases.

Escolio

Aquí, se experimentan armas inéditas para dispersar a las

multitudes, una especie de granadas de fragmentación pero

de madera. Allí –en Oregón–, se propone castigar con veinticinco

años de cárcel a todo manifestante que bloquee el tráfico

automovilístico. El ejercito israelí está convirtiéndose en

el consultor más competente en pacificación urbana; los

expertos del mundo entero se maravillan de sus últimos

hallazgos, tan temibles y tan sutiles, en materia de eliminación

de subversivos. El arte de herir –herir a uno para amedrentar

a cien– alcanza aquí el no va más. Y luego está el “terrorismo”,

por supuesto. O sea, “toda infracción cometida intencionadamente

por un individuo o un grupo contra uno o

varios países, sus instituciones o sus poblaciones, y que apunte

a amenazarlos y perjudique gravemente o destruya las

estructuras políticas, económicas o sociales de un país”. Es la

Comisión Europea la que habla. En los Estados Unidos hay

más presos que campesinos.

A medida que es rediseñado y progresivamente recuperado,

el espacio público se cubre de cámaras. No se trata sólo

de que en lo sucesivo toda vigilancia parece posible, sino

sobre todo de que parece admisible. Todo tipo de listas de

“sospechosos”, de las que ni siquiera se adivinan sus usos

probables, circula de administración en administración. Las

escuadras de todas las milicias, con la policía jugando el papel

de garante arcaico, toman posiciones reemplazando a soplones

y mirones, figuras de otra época. Un ex jefe de la CIA,

una de esas personas que, en el lado contrario, se organizan en

lugar de indignarse, escribe en Le Monde: “Más que una guerra

contra el terrorismo, la apuesta es extender la democracia

a las partes del mundo [árabe y musulmán] que amenazan la

civilización liberal, en cuya construcción y defensa hemos trabajado

durante todo el siglo XX, durante la primera y la segunda

guerras mundiales, y durante la guerra fría o tercera guerra

mundial.”

En todo eso no hay nada de lo que asombrarse, nada que

nos coja desprevenidos o que altere radicalmente nuestro

sentimiento de la vida. Hemos nacido en la catástrofe y hemos

establecido con ella una extraña y apacible relación de costumbre.

Una intimidad, casi. Hasta donde nos alcanza el

recuerdo, no ha habido otra actualidad que la de la guerra civil

mundial. Hemos sido educados como supervivientes, como

máquinas de supervivencia. SE nos ha formado en la idea de que

la vida consiste en avanzar, avanzar hasta derrumbarse en

medio de otros cuerpos que marchan idénticamente, que tropiezan

y se derrumban, a su vez, en la indiferencia. Como

mucho, la única novedad de la época presente es que nada de

todo esto puede ya ocultarse, que en cierto sentido todo el

mundo lo sabe. De ahí el reciente endurecimiento, tan evidente,

del sistema: sus resortes están al desnudo y no serviría de

nada querer escamotearlos.

Muchos se asombran de que ninguna fracción de la

izquierda o de la extrema izquierda, de que ninguna de las

fuerzas políticas conocidas sea capaz de oponerse a este curso

de las cosas. “¿Sin embargo estamos en democracia, no?”. Y

pueden asombrarse para rato: nada de lo que se expresa en el

marco de la política clásica podrá jamás detener el avance del

desierto,

ya que la política clásica es parte del desierto.

Cuando decimos esto, no es para preconizar una política

extra-parlamentaria como antídoto a la democracia liberal. El

famoso manifiesto “Somos la izquierda”, firmado hace unos

años por todos los colectivos ciudadanos y “movimientos

sociales” franceses, enuncia suficientemente la lógica que,

desde hace treinta años, anima la política extra-parlamentaria:

no queremos tomar el poder, derribar el Estado, etc.; luego,

queremos ser reconocidos por él como interlocutores.

Allí donde reina la concepción clásica de la política, reina la

misma impotencia frente al desastre. Que esta impotencia sea

modulada por una amplia distribución de identidades finalmente

conciliables no cambia nada. El anarquista de la Fédération

Anarchiste (FA), el comunista de los consejos, el trotskista de

Attac y el diputado de la UMP [derecha francesa] parten de una

misma amputación. Propagan el mismo desierto.

La política, para ellos, es lo que se juega, se dice, se hace y

se decide entre los hombres. La asamblea, que los reúne a

todos, que reúne a todos los humanos haciendo abstracción de sus

mundos respectivos, conforma la circunstancia política ideal. La

economía, la esfera de la economía, deriva lógicamente de

ello: como necesaria e imposible gestión de todo lo que dejamos

en la puerta de la asamblea, de todo lo que ha sido cons-

tituido de ese modo como no-político y convertido luego en

familia, empresa, vida privada, pasatiempos, pasiones, cultura,

etc.

Es así cómo la definición clásica de la política propaga el

desierto: abstrayendo a los humanos de su mundo, separándolos

de la red de cosas, de costumbres, de palabras, de fetiches,

de afectos, de lugares y de solidaridades que conforman

su mundo. Su mundo sensible. Y aquello que les otorga su

consistencia propia.

La política clásica es la gloriosa puesta en escena de los

cuerpos sin mundo. Pero la asamblea teatral de las individualidades

políticas disimula mal el desierto que es. No hay sociedad

humana separada del resto de los seres. Hay una pluralidad

de mundos. Mundos que son aún más reales en tanto que

son compartidos. Y que coexisten.

La política, en verdad, es el juego entre los diferentes mundos,

la alianza entre aquellos que son compatibles y el enfrentamiento

entre los irreconciliables.

Y añadimos que el hecho político central de estos últimos

treinta años ha pasado desapercibido. Porque se ha desarrollado

en una capa de lo real tan profunda que no puede llamarse

“política” sin ocasionar una revolución en la noción

misma de política. Porque a fin de cuentas, esta capa de lo real

es aquella donde se elabora la partición entre lo que se admite

como real y el resto. Este hecho central es el triunfo del

liberalismo existencial. El hecho de que se admita en lo sucesivo

como natural una relación con el mundo basada en la

idea según la cual cada uno tiene su vida. Que esta consiste en

una serie de elecciones, buenas o malas. Que cada uno se

define por un conjunto de cualidades, de propiedades, que

hacen de él, según una ponderación variable, un ser único e

irremplazable. Que el contrato sintetiza adecuadamente el

compromiso de los seres entre sí, y el respeto, toda virtud. Que

el lenguaje no es más que un medio para hacerse entender.

Que cada uno es un mi-yo entre los otros mi-yo. Que el

mundo está en realidad compuesto de cosas a gestionar y de

un océano de mi-yoes. Que estos últimos tienen, por otra

parte, la enojosa tendencia a transformarse en cosas a fuerza

de dejarse gestionar.

Por supuesto, el cinismo sólo es uno de los posibles rasgos

del infinito cuadro clínico del liberalismo existencial: la

depresión, la apatía, la deficiencia inmunitaria –todo sistema

inmunitario es de entrada colectivo–, la mala fe, el hostigamiento

judicial, la insatisfacción crónica, los vínculos negados,

el aislamiento, las ilusiones ciudadanas o la pérdida de

toda generosidad, también forman parte de este.

Finalmente, el liberalismo existencial ha sabido propagar

tan bien su desierto que los más sinceros izquierdistas enuncian

sus utopías usando sus mismos términos:

“Reconstruiremos una sociedad igualitaria en la que cada

uno aporte su contribución y de la que cada uno reciba las

satisfacciones que espera. [...] Por lo que hace a los deseos

individuales, podría ser igualitario que cada uno consuma a la

medida de los esfuerzos que esta dispuesto a aportar. Será

necesario redefinir el modo de evaluación del esfuerzo hecho

por cada uno”, escriben los organizadores del “Village alternatif”,

anticapitalista y antiguerra, contra el G8 de Evian, en

un texto titulado “¡Cuando hayamos abolido el capitalismo y

el trabajo asalariado!”. Aquí se halla una clave del triunfo del

imperio: lograr mantener en la sombra, rodear de silencio, el

terreno mismo donde este maniobra, el plano sobre el cual libra

la batalla decisiva: el diseño de lo sensible, el ajuste de las sensibilidades.

De modo que paraliza preventivamente toda

defensa en el mismo momento en el que opera, destruyendo

incluso la idea de una contraofensiva. La victoria se consigue

cada vez que el militante, al final de una dura jornada de “trabajo

político”, se desploma frente a una película de acción.

Cuando nos ven retirarnos de los penosos rituales de la política

clásica –la asamblea general, la negociación, la contestación,

la reivindicación–, cuando nos oyen hablar de mundo

sensible más que de trabajo, de papeles, de jubilaciones o de

libertad de circulación, los militantes nos miran con lástima.

“Pobres, parecen decir, se están resignando a ser minoritarios,

se encierran en su ghetto, renuncian a extenderse. No serán

jamás un movimiento.” Nosotros creemos exactamente lo

contrario: son ellos los que se resignan a ser minoritarios,

hablando su lenguaje de falsa objetividad, cuyo único valor es

el de la repetición y la retórica. Nadie se engaña con respecto

al disimulado desprecio con el que hablan de las preocupaciones

de “la gente”, lo que les permite ir del parado al sin papeles,

del huelguista a la prostituta sin jamás ponerse en juego, porque

este desprecio es una evidencia sensible. Su voluntad de

“extenderse” es sólo una manera de huir de los que ya están ahí,

de aquellos con los que, sobre todo, temerían vivir. Y finalmente,

aquellos a los que les repugna admitir la significación política

de la sensibilidad, son los más expuestos a los lamentables

efectos de atracción de la sensiblería.Mirándolo bien, preferimos

partir de núcleos densos y reducidos que de una red amplia y

débil. Hemos conocido suficientemente esa cobardía.

Proposición III

Los que quisieran responder a la urgencia de la

situación con la urgencia de su reacción no hacen más

que alimentar la asfixia.

Su modo de intervenir implica el resto de su política,

de su agitación.

En cuanto a nosotros, la urgencia de la situación nos

libera de toda consideración de legalidad o de

legitimidad, de todos modos inhabitables de un

tiempo a esta parte.

El hecho de que precisemos de una generación para

construir en todo su espesor un movimiento

revolucionario victorioso no nos hace retroceder.

Lo afrontamos con serenidad.

Como afrontamos serenamente el carácter criminal

de nuestra existencia y de nuestros gestos.

Escolio

Hemos sentido, sentimos aún, la tentación del activismo.

Las contra-cumbres, las campañas contra las expulsiones,

contra las legislaciones de excepción, contra la construcción

de nuevas cárceles, las ocupaciones, los campamentos

No Border; la sucesión de todo eso. La progresiva

dispersión de los colectivos como respuesta a la dispersión

de la actividad.

Correr tras los movimientos.

Uno tras otro, sólo poder sentir su potencia al precio de

retornar cada vez a la misma impotencia de fondo. Pagar cara

cada campaña. Dejando que consuma toda nuestra energía

disponible. Para después lanzarnos a la siguiente, cada vez

más ahogados, más agotados, más desolados.

Y poco a poco, a fuerza de reivindicar, a fuerza de denunciar,

tornarnos incapaces incluso de percibir lo que se supone

que sostiene nuestro compromiso, la naturaleza de la urgencia

que nos atraviesa.

El activismo es el primer reflejo. La respuesta conforme a la

urgencia de la situación presente. La movilización perpetua

en nombre de la urgencia, antes que un medio de combatir a

nuestros gobernantes y patronos, es aquello a lo que ellos nos

han acostumbrado.

Cada día desaparecen formas de vida, especies vegetales y

animales, experiencias humanas, y tantas relaciones posibles

entre formas vivas y formas de vida. Pero nuestro sentimiento

de la urgencia no está tan ligado a la velocidad de estas

desapariciones como a su irreversibilidad; más aún, está ligado

a nuestra ineptitud para repoblar el desierto.

El activista se moviliza contra la catástrofe. Pero no hace

más que prolongarla. Sus prisas vienen a consumir lo poco de

mundo que queda. La respuesta activista a la urgencia reside

ella misma en el interior del régimen de la urgencia, sin posibilidad

de sustraerse a ella o de interrumpirla.

El activista quiere estar en todas partes. Desplazándose al

ritmo de los desarreglos de la máquina. Aporta donde sea su

inventiva pragmática, la energía festiva de su oposición a la

catástrofe. Indiscutiblemente, el activista se mueve. Pero nunca

se da los medios para pensar cómo hacer. Cómo hacer para

obstaculizar realmente el avance del desierto, para establecer,

aquí y ahora, mundos habitables.

Nosotros desertamos el activismo. Sin olvidar lo que constituye

su fuerza: una cierta presencia en la situación. Una facilidad

de movimiento en su seno. Un modo de aprehender la

lucha, no por el ángulo moral o ideológico, sino por el ángulo

técnico, táctico.

El viejo militantismo da el ejemplo contrario. Es notable

la impermeabilidad de los militantes ante las situaciones.

Recordamos esta escena, en Génova: medio centenar de militantes

de la LCR enarbolan banderas rojas que llevan impreso

“100% a la izquierda”. Están inmóviles, como intempora-

les. Vociferan sus meditados eslóganes, protegidos por un

servicio de orden. Mientras tanto, a unos metros de allí, algunos

de nosotros hacemos frente a las líneas de carabineros,

devolviendo los gases lacrimógenos, levantando baldosas de

las aceras para convertirlas en proyectiles, preparando cócteles

molotov con botellas recuperadas de la basura y gasolina

de motos volcadas. A esto los militantes lo llaman aventurerismo,

inconsciencia. Pretextan que las condiciones no están

dadas. Nosotros, en cambio, decimos que nada faltaba, que

todo estaba allí, salvo ellos.

Lo que desertamos del militantismo es esta ausencia a la

situación. Como desertamos la inconsistencia a la que nos

condena el activismo.

Los propios activistas experimentan esta inconsistencia. Y

es por eso por lo que periódicamente se vuelven hacia sus

mayores, los militantes. Para tomarles prestadas maneras,

terrenos, eslóganes. Lo que les atrae del militantismo es la

constancia, la estructura, la fidelidad de la que ellos carecen.

Así, los activistas vuelven nuevamente a protestar, a reivindicar:

“papeles para todos”, “libre circulación de las personas”,

“renta básica” o “transportes gratuitos”.

El problema con las reivindicaciones es que, al expresar

necesidades en términos que sean inteligibles para los poderes,

terminan por no decir nada sobre ellas, qué transformaciones

reales del mundo implican. Así, reivindicar la gratuidad

de los transportes nada dice sobre nuestra necesidad de viajar

y no solamente de desplazarnos, de nuestra necesidad de lentitud.

Por lo demás, a menudo las reivindicaciones, pretendiendo

mostrar las claves de los conflictos reales, no hacen sino

enmascararlos. Reclamar los transportes gratuitos no hace, en

ciertos ambientes, más que aplazar la difusión de las técnicas de

fraude. Apelando a la libre circulación de las personas sólo se

elude la cuestión de cómo escapar, en la práctica, al fortalecimiento

del control. Batirse por la renta básica es, en el mejor

de los casos, condenarse a la ilusión de que una mejora del

capitalismo es necesaria para poder dejarlo atrás.

Sea como fuere el impasse es siempre el mismo: los recursos

subjetivos movilizados, aún revolucionarios, permanecen

insertos en lo que se presenta como un programa de reforma

radical. Bajo pretexto de superar la alternativa entre reforma

y revolución, nos instalamos en una ambigüedad oportunista.

La catástrofe presente es la de un mundo convertido activamente

en inhabitable. Una especie de estrago metódico

sobre todo lo que quedaba de vivible en la relación entre los

humanos y sus mundos. El capitalismo no habría podido

triunfar a escala planetaria sin técnicas de poder, técnicas propiamente

políticas (técnicas hay de muchos tipos, con o sin

artefactos, corporales o discursivas, eróticas o culinarias, hasta

las disciplinas y los dispositivos de control lo son; y frente a

eso no sirve de mucho denunciar el “reino de la técnica”). Las

técnicas políticas del capitalismo consisten, sobre todo, en

destruir los lazos mediante los que un grupo encuentra los

medios de producir, en un mismo movimiento, tanto las condiciones

de su subsistencia como las de su existencia. Es decir,

separar las comunidades humanas de la infinidad de cosas,

piedras y metales, plantas, árboles de mil usos, dioses, djins,

animales salvajes o domésticos, medicinas y sustancias psicoactivas,

amuletos, máquinas y todo el resto de seres en compañía

de los cuales los grupos humanos constituyen mundos.

Destruir toda comunidad, separar a los grupos de sus

medios de existencia y de los saberes que conllevan: esa es la

razón política que gobierna la incursión de la mediación mercantil

en todas las relaciones. Del mismo modo que fue necesario

eliminar a las brujas, eliminando sus saberes medicinales

y aquellos otros ligados a los pasajes entre los reinos que ellas

hacían existir, es necesario hoy que los campesinos renuncien

a plantar sus propias semillas, a fin de asegurar el dominio de

las multinacionales agroalimentarias y otros organismos de

gestión de las políticas agrícolas.

Las metrópolis contemporáneas son los puntos de concentración

máxima de estas técnicas políticas del capitalismo.

Las metrópolis son ese medio donde no hay ya casi

nada que uno pueda reapropiarse. Un medio en el que todo

está hecho para que lo humano se relacione solamente consigo

mismo, se produzca separado de las otras formas de

existencia, coincida con ellas o las utilice pero sin encontrarse

nunca con ellas.

Sobre la base de esta separación, y para prolongarla, se ha

trabajado mucho para criminalizar cualquier tentativa de prescindir

de las relaciones mercantiles.

El terreno de la legalidad se confunde desde hace demasiado

tiempo con el de los múltiples apremios a hacernos la vida

imposible, mediante el trabajo asalariado o la auto-empresa, el

voluntariado o el militantismo.

Al mismo tiempo que este terreno se vuelve cada vez más

inhabitable, todo aquello que puede contribuir a hacer la vida

posible se torna criminal.

Allí donde los activistas claman “ningún ser humano es

ilegal”, hay que reconocer que se trata exactamente de lo con-

trario: hoy una existencia enteramente legal sería una existencia

enteramente sometida.

Están los fraudes al fisco y los empleos ficticios, los delitos

de información privilegiada y las falsas quiebras; están los

fraudes a la Renta Mínima de Inserción y las nóminas falsas,

los engaños a la ayuda para la vivienda, la malversación de

subvenciones, las comidas que no se pagan y saltarse las multas.

Están los viajes en la bodega de un avión para franquear

una frontera y los viajes sin billete en trayectos urbanos o el

interior de un país. Colarse en el metro, mangar en el supermercado

son las prácticas cotidianas de miles de personas en

las metrópolis. Como hay prácticas ilegales de intercambio de

semillas que han permitido salvaguardar muchas especies de

plantas. Hay ilegalismos más funcionales que otros en el sistema-

mundo capitalista. Los hay que son tolerados, otros que

son fomentados y finalmente aquellos que son castigados. Un

huerto improvisado en un descampado tiene todas las papeletas

para terminar arrasado por un bulldozer antes de la primera

cosecha.

Si se considera el conjunto de las leyes de excepción y las

reglamentaciones corrientes que regulan cada uno de los

espacios por los que cualquiera transita en un día, no queda

ya ni una sola existencia que pueda presumir de impunidad.

Las leyes, los códigos, la jurisprudencia existentes convierten

cualquier existencia en algo punible; bastaría con que se aplicasen

a rajatabla.

No somos de los que creen que allí donde crece el desierto

crece también su antídoto. Nada puede suceder que no

comience con una secesión en relación a todo lo que hace

crecer ese desierto.

Sabemos que construir una potencia de cierta amplitud llevará

tiempo. Hay muchas cosas que ya no sabemos hacer. A

decir verdad, como todos los beneficiarios de la modernización

y de la educación dispensada en nuestras regiones

desarrolladas, ya no sabemos hacer casi nada. Incluso recoger

plantas para darles un uso, ya no decorativo, sino culinario o

médico, pasa hoy por arcaico cuando no, y esto es peor aún,

por algo simpático.

Pero hacemos una constatación simple: cualquiera dispone

de una cierta cantidad de riquezas y de saberes que el simple

hecho de habitar estas regiones del viejo mundo vuelve

accesibles y pueden ponerse en común.

La cuestión no es vivir con o sin dinero, robar o comprar,

trabajar o no, sino utilizar el dinero que tenemos para acrecentar

nuestra autonomía en relación a la esfera mercantil.

Y si preferimos robar a trabajar y autoproducir a robar, no

es por problemas de pureza. Es porque los flujos de poder

que acompañan a los flujos de mercancías, y el sometimiento

subjetivo que condiciona el acceso a la supervivencia, son hoy

exorbitantes.

Habría muchos modos inapropiados de decir lo que pretendemos:

ni queremos irnos al campo ni reapropiarnos de

los antiguos saberes y acumularlos. Nuestra tarea no pasa

simplemente por una reapropiación de medios. Tampoco por

una reapropiación de saberes. Si juntásemos todos los saberes

y todas las técnicas, toda la creatividad desplegada en el

campo del activismo, no obtendríamos un movimiento revolucionario.

Es una cuestión de temporalidad. Una cuestión de

construir las condiciones para que una ofensiva pueda alimentarse

sin extinguirse, estableciendo las solidaridades

materiales que le permitan sostenerse.

Creemos que no hay revolución sin constitución de una

potencia material común. No ignoramos el anacronismo de

esta creencia.

Sabemos que es demasiado pronto y, a la vez, demasiado

tarde, y es por eso que tenemos tiempo.

Hemos dejado de esperar.

Proposición IV

Situamos el punto de no retorno, la salida del desierto,

el fin del Capital, en la intensidad del lazo que cada

uno logre establecer entre lo que vive y lo que piensa.

Contra los defensores del liberalismo existencial,

rechazamos ver en esto un asunto privado,

un problema individual, una cuestión de carácter.

Al contrario, nosotros partimos de la certeza de que

este lazo depende de la construcción de mundos

compartidos, de la puesta en común de medios

efectivos.

Escolio

Todos nos vemos cotidianamente emplazados a admitir

hasta qué punto la cuestión de la “relación entre la vida y el

pensamiento” es ingenua, está superada, atestigua en el fondo

una pura y simple ausencia de cultura. Nosotros vemos ahí un

síntoma. Puesto que esta evidencia no es más que un efecto

de la redefinición liberal, tan fundamentalmente moderna, de

la distinción entre lo público y lo privado. El liberalismo proclamó

que todo debía ser tolerado, que todo podía ser pensado,

en la medida en que no tuviese consecuencias directas en la

estructura de la sociedad, de sus instituciones y del poder de

Estado. Cualquier idea es admisible, su enunciación debe

incluso favorecerse, desde el momento en que las reglas del juego

social y estatal son aceptadas. Dicho de otro modo, la libertad

de pensamiento del individuo privado debe ser total, su

libertad de expresarse debe serlo en principio también, pero

este no debe desear las consecuencias de su pensamiento en lo que

concierne a la vida colectiva.

El liberalismo quizás haya inventado el individuo, pero lo

inventó ya mutilado. El individuo liberal, cuya mejor expresión

en la actualidad se encuentra en los movimientos pacifis-

tas y ciudadanos, es ese ser conminado a preservar su libertad

en la exacta medida en que esta libertad no comprometa a

nada y no pretenda sobre todo imponerse a los demás. El

precepto estúpido “mi libertad termina allí donde empieza la

de los demás” es recibido hoy como una verdad insoslayable.

Incluso John Stuart Mill, uno de los baluartes esenciales de la

conquista liberal reconoció, a propósito de esta máxima, una

de sus molestas consecuencias: está permitido desearlo todo,

con la condición de que lo deseado no se desee demasiado intensamente,

que no se desborden los límites de lo privado o, en

todo caso, los de la “libre expresión” pública.

Lo que nosotros llamamos liberalismo existencial es la

adhesión a una serie de evidencias en el corazón de las cuales

aparece una esencial disponibilidad del sujeto a la traición. Nos

han acostumbrado a funcionar en esta especie de sub-régimen

que nos exculparía de antemano de la idea misma de traición.

Este sub-régimen emocional es la prenda que hemos

aceptado como garantía de nuestro devenir-adulto. Con el

espejismo de una autarquía afectiva como ideal insuperable,

para los más recelosos. Y, sin embargo, es demasiado lo que

hay que traicionar para aquellos que decidan preservar un

lazo con las promesas que, desde la infancia, continúen acompañándolos.

Entre las evidencias liberales, está la de comportarse,

incluso en relación con las propias experiencias, como un

propietario. Por eso, no ejercer como individuo liberal significa,

en primer lugar, desatender las propiedades de uno.

Aunque quizás haya que dar otro sentido a “propiedades”: ya

no aquello que me pertenece en propiedad, sino lo que me ata

al mundo y que en razón de eso no me está reservado; nada

tiene que ver con una propiedad privada ni con lo que supuestamente

define una identidad (el “Yo soy así” y su confirmación:

“¡Es muy propio de ti!”). Si bien rechazamos la idea de

propiedad individual, nada tenemos contra los vínculos. La

exigencia de la apropiación o de la reapropiación se reduce

para nosotros a la cuestión de saber lo que nos es apropiado, es

decir adecuado, en términos de uso, en términos de necesidad,

en términos de relación con un lugar, con un momento

de mundo.

El liberalismo existencial es la ética espontánea adecuada a

la socialdemocracia considerada como ideal político. No

seréis nunca mejores ciudadanos que cuando seáis capaces de

renegar de una relación o de un combate para conservar vuestro

puesto. Esto no ocurrirá siempre sin sufrimiento, pero es

precisamente ahí donde el liberalismo existencial se muestra

eficaz: prevé incluso los remedios adecuados a los males que

genera. El cheque a Amnistía Internacional, el café de comercio

justo, la manifestación contra la última guerra o Daniel

Mermet3, son no-actos disfrazados de gestos de salvación.

Haced como de costumbre, es decir: pasear por los sitios

habituales, hacer las compras, las mismas de siempre pero

con un añadido, con un suplemento, regalándoos buena conciencia;

comprar no logo, boicotear a Total Fina Elf, debería persuadiros

de que la acción política, en el fondo, no exige gran

cosa y que también vosotros sois capaces de “comprometeros”.

Nada nuevo en este comercio de indulgencias, pero la

dificultad se presenta cuando de lo que se trata es de cortar

con la confusión reinante. La cultura invocatoria del otromundo-

es-posible, el pensamiento de Max Havelaar4, dejan

poco margen para hablar de ética sin que remita a etiqueta. La

multiplicación de asociaciones ecologistas, humanitarias, “de

solidaridad”, viene oportunamente a canalizar el malestar

generalizado y contribuye así a perpetuar el estado de cosas

existente, por la valorización personal, el reconocimiento y su

lote de subvenciones “honestamente” recibidas, por el culto,

en suma, a la utilidad social.

Sobre todo nada de enemigos, a lo sumo problemas, abusos

o catástrofes, peligros todos ellos de los que solamente

los dispositivos del poder puedan protegernos.

La obsesión de los fundadores del liberalismo fue la eliminación

de las sectas, porque en ellas se reunían todos los elementos

subjetivos que debían ponerse al margen como condición

de existencia del Estado moderno. Para un sectario, la

vida, antes que nada, es exactamente lo que puede volverse

adecuado a lo que un pensamiento, reconocido como verdadero,

está en condiciones de exigir –a saber, una cierta disposición

con respecto a cosas y acontecimientos del mundo, un

modo de no perder de vista lo que importa. Hay una concomitancia

entre la aparición de “la sociedad” (y de su correlato:

“la economía”) y la redefinición liberal de lo público y lo

privado. La colectividad sectaria es, en sí misma, una amenaza

para lo que designa el pleonasmo “sociedad liberal”. En la

medida en que es una forma de organización de la secesión.

Aquí residía la pesadilla de los fundadores del Estado moderno:

un pedazo de colectividad se desprende del todo, arruinando

así la idea de una unidad social. Son dos cosas que la

“sociedad” no puede soportar: que un pensamiento pueda ser

incorporado, es decir que pueda encarnarse en una existencia en

términos de conducta de vida o de modo de vida; y que esta

incorporación pueda ser no solamente transmitida, sino compartida,

puesta en común. Esto es todo lo que hace falta para que

SE haya convertido en habitual calificar como “secta” cualquier

experiencia colectiva fuera de control.

Por todas partes se ha filtrado la evidencia del mundo de

la mercancía. Esta evidencia es el instrumento más operativo

para desconectar los objetivos de los medios, para secretar así la

“vida cotidiana” como un espacio de existencia que nos compete

sólo gestionar. La vida cotidiana es aquello a lo que

supuestamente siempre queremos volver, como la aceptación

de una necesaria y universal neutralización. Es la parte cada

vez mayor de renuncia a la posibilidad de un goce no diferido.

Como dice un amigo: es la medida de todos nuestros crímenes

posibles.

Raras son las colectividades que pueden escapar al abismo

que les espera, a saber: su aplastamiento sobre la extrema planicie

de lo real, la comunidad como el colmo de la intensidad

media o el retorno a los lentos desmoronamientos personales,

torpemente rellenados con banales apelaciones a la discreción.

La neutralización es una característica esencial de la sociedad

liberal. Los nichos de neutralización, donde se requiere

que ninguna emoción se desborde, donde a cada cual se le

exige contención, todo el mundo los conoce y, sobre todo, todo

el mundo los vive como tales: empresas (pero, ¿qué es lo que

hoy en día no es “empresa”?), discotecas, lugares de actividades

deportivas, centros culturales, etc. La verdadera cuestión

es por qué, sabiendo cada uno a lo que atenerse en cuanto a

esos lugares, ¿por qué están, a pesar de todo, tan concurridos?

¿Por qué elegir, siempre y en primer lugar, “que no pase

nada” o que, en cualquier caso, no suceda nada susceptible de

provocar estremecimientos demasiado profundos? ¿Por costumbre?

¿Por desesperación? ¿Por cinismo? O tal vez porque

así uno puede experimentar la delicia de estar en un sitio sin

estar, de estar allí estando esencialmente en otra parte; porque

así aquello que somos en el fondo se preservaría hasta el punto

de no tener que existir.

Estas cuestiones “éticas” son las primeras que deben plantearse

y sobre todo son las que nosotros hallamos en el corazón

mismo de la política: ¿cómo responder a la neutralización

afectiva, a la neutralización de los efectos potenciales de pensamientos

decisivos? Y también, ¿cómo las sociedades

modernas juegan con estas neutralizaciones o, más bien, las

hacen jugar como un engranaje esencial de su funcionamiento?

¿Cómo nuestras disposiciones a la atenuación actualizan en

nosotros y hasta en nuestras experiencias colectivas la efectividad

material del imperio?

La aceptación de estas neutralizaciones puede ir sin duda

a la par con grandes intensidades de creación. Podéis experimentar

hasta la locura, a condición de ser una individualidad

creadora y de producir en público la prueba de esta singularidad

(las “obras”). Podéis incluso saber lo que significa el

estremecimiento, pero a condición de experimentarlo solos y,

a lo sumo, de transmitirlo indirectamente. Seréis entonces reconocidos

como artistas o pensadores y, por poco que estéis

“comprometidos”, podréis lanzar al mar todas las botellas

que queráis, con la buena conciencia de quien ve más lejos y

puede prevenir a los demás.

Hemos hecho, como otros muchos, la experiencia de que

los afectos bloqueados en una “interioridad” acaban mal:

pueden incluso convertirse en síntomas. Las rigideces que

observamos en nosotros mismos vienen de los tabiques que

cada uno ha creído deber levantar para marcar los límites de

su persona y contener en ella lo que no debe desbordarse.

Cuando, por una razón u otra, estos tabiques se fisuran y

quiebran, sucede algo que puede ser horrible, que quizás

tenga que ver esencialmente con el espanto, pero un espanto

capaz de librarnos del miedo. Todo cuestionamiento de los

límites individuales, de las fronteras trazadas por la civilización,

puede revelarse salvadora. Una cierta puesta en riesgo

de los cuerpos acompaña a la existencia de toda comunidad

material: cuando los afectos y los pensamientos dejan de ser

asignables a uno u otro, cuando algo así como una circulación

se ha reestablecido, en la que transitan, indiferentes a los individuos,

afectos, ideas, impresiones y emociones. Basta con

entender que la comunidad como tal no es la solución; es su

desaparición, en todas partes y todo el tiempo, en donde radica

el problema.

Nosotros no percibimos a los humanos aislados los unos

de los otros ni del resto de seres de este mundo; los vemos

ligados por múltiples vínculos, que han aprendido a negar.

Esta negación permite bloquear la circulación afectiva por la

que estos múltiples lazos son experimentados. A su vez, este

bloqueo es necesario para que el hábito se supedite al régimen

de intensidad más neutro, más apagado, más mediocre, el que

puede hacer desear como algo apetecible –es decir, como algo

lo suficientemente neutro, mediocre y apagado, aunque libremente

decidido– las vacaciones, la hora de la cena o las veladas

tranquilas. De este régimen de intensidad, ciertamente

muy occidentado, se nutre el orden imperial.

Se nos dirá: haciendo la apología de las intensidades emocionales

experimentadas en común, vais contra aquello que

los seres vivientes reclaman para vivir, a saber, la dulzura y la

calma –que por lo demás se encuentran hoy, como todo bien

escaso, a precios prohibitivos. Si se quiere decir con esto que

nuestro punto de vista es incompatible con los placeres autorizados,

incluso los fanáticos de los deportes de invierno, por

poner un ejemplo, reconocerán sin muchos esfuerzos que no

supondría una gran pérdida que ardiesen todas las estaciones

de esquí para devolver el espacio a las marmotas. Por lo

demás, no tenemos nada contra la dulzura que todo lo vivo

en tanto que vivo lleva consigo. “Bien podría ser que vivir

fuese algo dulce”, cualquier brizna de hierba lo sabe mejor

que todos los ciudadanos del mundo.

3. Periodista, escritor y productor de programas de radio francés. Conocido

en la escena anti-globalización francesa por su programa de radio: “Là-bas si

j’y suis”. (N. del T.)

4. Asociación fundada en 1992. Otorga una etiqueta a los productos que responden

a las normas internacionales del comercio justo. (N. del T.)

Proposición V

A toda preocupación moral, a todo anhelo de pureza,

oponemos la elaboración colectiva de una estrategia.

Nada es malo salvo lo que perjudica el desarrollo

de nuestra potencia.

Pertenece a esta resolución dejar de distinguir entre

economía y política.

La perspectiva de formar bandas no nos espanta; la

de ser tomados por una mafia más bien nos divierte.

Escolio

Se nos ha vendido esta mentira: lo que tendríamos de más

propio es lo que nos distinguiría de lo común.

Nosotros hacemos la experiencia inversa: toda singularidad

se experimenta en el modo y la intensidad con la que un ser

hace existir algo común.

En el fondo, es de ahí desde donde partimos, donde nos

encontramos.

Lo más singular en nosotros apela a un compartir.

Ahora bien, constatamos la siguiente evidencia: lo que

tenemos para compartir no solamente no es compatible con

el orden dominante, sino que este persigue encarnizadamente

toda forma del compartir de la que no dicte las reglas. En

las metrópolis, por ejemplo, el cuartel, el hospital, la cárcel, el

asilo y el geriátrico son las únicas formas admitidas de habitación

colectiva. El estado normal es el aislamiento de cada cual

en su habitáculo privado. Es allí donde se vuelve invariablemente,

por más conmovedores o repulsivos que sean los

encuentros que se experimenten en cualquier otra parte.

Nosotros hemos conocido estas condiciones de existencia

y jamás volveremos a ellas. Nos debilitan demasiado. Nos

vuelven demasiado vulnerables. Nos marchitan.

El aislamiento, en las “sociedades tradicionales”, es la pena

más dura a la que pueda condenarse a un miembro de la

comunidad. Hoy en día es la condición común. El resto del

desastre se deduce de aquí lógicamente. Es en virtud de la

idea limitada que cada uno se hace de su “hogar” que parece

natural dejar el espacio de la calle en manos de la policía. No

SE habría podido convertir el mundo en un lugar tan inhabitable

bajo la pretensión de controlar toda sociabilidad –de los

mercados a los bares, de las empresas a las trastiendas– si no

SE hubiese acordado antes a cada cual el espacio privado

como refugio.

En nuestra fuga de las condiciones de existencia que nos

mutilan, hemos encontrado las okupaciones o, mejor dicho,

la escena okupa internacional. En esta constelación de lugares

okupados donde se experimentan, se diga lo que se diga, formas

de agregación colectiva fuera de control, conocimos, en

un primer momento, un aumento de potencia. Nos organizamos

para la supervivencia elemental –reapropiación, trabajos

colectivos, comidas compartidas, puesta en común de técnicas,

de materiales, de inclinaciones amorosas– y encontramos

formas de expresión política –conciertos, manifestaciones,

acción directa, sabotaje, octavillas.

Luego, poco a poco, vimos cómo lo que nos rodeaba se

transformaba en ambiente y de ambiente en escena. Vimos el

dictado de una moral sustituir a la elaboración de una estrategia.

Vimos cómo se solidificaban normas, se construían

reputaciones, lo que fueron hallazgos se ponían a funcionar y

todo se convertía en algo previsible. La aventura colectiva

mutó en triste cohabitación. Una tolerancia hostil se apoderó

de todas las relaciones. Hicimos una componenda. Y como no

podía ser de otro modo, lo que supuestamente debía ser un

contra-mundo se vio reducido finalmente a un simple reflejo

del mundo dominante: los mismos juegos de valorización

personal en el terreno de las reapropiaciones, de la pelea, de

la corrección política o de la radicalidad. El mismo sórdido

liberalismo en la vida afectiva, el mismo afán de territorio, de

dominio, la misma escisión entre vida cotidiana y actividad

política, las mismas paranoias identitarias. Y para los más

afortunados, el lujo de poder escapar periódicamente de su

miseria local llevándola consigo allí donde todavía puede

resultar novedosa.

No achacamos estas debilidades a la forma-okupación. Ni

renegamos ni desertamos de ella. Decimos que okupar no

volverá a tener un sentido para nosotros más que bajo la condición

de entenderse a partir de este compartir al que nos

hemos comprometido. En las okupaciones, como en todas

partes, la confección colectiva de una estrategia es la única

alternativa frente al repliegue en una identidad, a la integración

o al gueto.

En materia de estrategia, recordamos todas las lecciones

de la “tradición de los vencidos”.

Nos acordamos de los inicios del movimiento obrero.

Nos son cercanos.

Porque lo que se puso en marcha en aquella fase inicial se

relaciona directamente con lo que vivimos, con lo que hoy queremos

poner en marcha.

La constitución en fuerza de lo que habría de llamarse

“movimiento obrero” se apoyó en su inicio en la puesta en

común de prácticas criminales. Las cajas de solidaridad en

caso de huelga, los sabotajes, las sociedades secretas, la violencia

de clase, las primeras formas de apoyo mutuo como

modo de superar la supervivencia individual, se desarrollaron

a sabiendas de su carácter ilegal, de su antagonismo.

Fue en Estados Unidos donde la similitud entre formas

de organización obrera y criminalidad organizada se hizo

más tangible. La potencia de los proletarios americanos al

inicio de la era industrial obedeció tanto al desarrollo, en el

seno de la comunidad de los trabajadores, de una fuerza de

destrucción y de represalia contra el Capital, como a la existencia

de solidaridades clandestinas. La reversibilidad constante

del trabajador en malhechor trajo como respuesta un

control sistemático y la “moralización” de toda forma de

organización autónoma. Se criminalizó como gang todo lo

que excedía al ideal del honesto trabajador. Hasta quedar la

mafia de un lado y los sindicatos del otro, ambos producto

de una recíproca amputación.

En Europa, la integración de las formas de organización

obrera en el aparato de gestión estatal –fundamento de la

socialdemocracia– se pagó con la renuncia a asumir la más

mínima capacidad de ataque. Pero también aquí la emergencia

del movimiento obrero fue producto de solidaridades

materiales, de una urgente necesidad de comunismo. Las

“casas del pueblo” fueron los últimos refugios de esta similitud

entre necesidades de comunización inmediata y necesidades

estratégicas ligadas a la puesta en marcha del proceso revolucionario.

El “movimiento obrero” se desarrolló desde entonces

como progresiva separación entre la corriente cooperativista

–nicho económico segado de su razón estratégica de

ser– y las formas políticas y sindicales proyectadas sobre el

terreno del parlamentarismo, de la cogestión. Del abandono

de todo objetivo secesionista nació un absurdo: la izquierda.

Y el punto culminante se alcanzó cuando los sindicalistas

denunciaron el recurso a la violencia clamando a quien quisiera

oírlos que colaborarían con la policía para controlar a los

que rompiesen lunas de comercios o bancos.

El endurecimiento policial de los Estados en los últimos

años solamente prueba que las sociedades occidentales han

perdido toda fuerza de agregación; no hacen más que gestionar

su ineluctable descomposición. Es decir, esencialmente,

impedir toda reagregación, pulverizar todo lo que emerge.

Todo lo que deserte.

Todo lo que rompa con lo establecido.

Pero poco importa. El estado de ruina interior de estas

sociedades muestra un número creciente de grietas. El continuo

reestablecimiento de las apariencias nada puede hacer al

respecto: más allá se forman mundos. En okupaciones,

comunas, grupúsculos, barrios que intentan escapar a la desolación

capitalista. La mayoría de las veces estas tentativas

abortan o mueren de autarquía, incapaces de establecer los

contactos, las solidaridades apropiadas. Incapaces también de

percibirse como parte activa en la guerra civil mundial.

Pero todas estas reagregaciones no son apenas nada comparadas

con el deseo masivo, el deseo siempre pospuesto, de

dejarlo todo. De partir.

En diez años, entre dos censos, cien mil personas han

desaparecido en Gran Bretaña. Han cogido un camión, un billete,

han tomado ácidos o se han ido al monte. Se han desafiliado.

Han partido.

Nosotros habríamos deseado, en nuestra desafiliación, tener

un lugar al que llegar, un partido que tomar, una dirección que

seguir.

Muchos que parten se pierden.

Y no llegan jamás.

Nuestra estrategia es pues la siguiente: establecer aquí y

ahora un conjunto de focos de deserción, de polos de secesión,

de puntos de reunión. Para los que se fugan. Para los

que parten. Un conjunto de lugares donde sustraerse al imperio

de una civilización que camina hacia el precipicio.

Se trata de darse los medios, encontrar la escala en la que

puedan resolverse una serie de cuestiones que, planteadas

individualmente, nos sumen en la depresión. ¿Cómo deshacerse

de las dependencias que nos debilitan? ¿Cómo organizarse

para dejar de trabajar? ¿Cómo establecerse fuera de la

toxicidad de las metrópolis sin, por otro lado, “irse al

campo”? ¿Cómo detener las centrales nucleares? ¿Cómo

hacer para no verse forzado a recurrir al triturador psiquiátrico

cuando un amigo se vuelve loco, ni a los medicamentos burdos

de la medicina mecanicista cuando se pone enfermo?

¿Cómo vivir juntos sin aplastarse mutuamente? ¿Cómo acoger

la muerte de un camarada? ¿Cómo arruinar al imperio?

Conocemos nuestra debilidad: hemos nacido y hemos crecido

en sociedades pacificadas, en estado de disolución. No

hemos tenido ocasión de adquirir la consistencia que dan los

momentos de intensa confrontación colectiva. Ni los saberes

a ellos asociados. Tenemos una educación política que madurar

conjuntamente. Una educación teórica y práctica.

Para eso necesitamos lugares. Lugares donde organizarnos,

donde compartir y desarrollar las técnicas requeridas.

Donde ejercitarnos en el manejo de todo lo que pueda revelarse

necesario. Donde cooperar. Si no hubiese renunciado a

cualquier perspectiva política, la experimentación de la

Bauhaus, con todo lo que contuvo de materialidad y de rigor,

evocaría la idea que nos hacemos de espacios-tiempos dispuestos

para la transmisión de saberes y de experiencias. Los

Black Panthers también se dotaron de tales lugares, a los que

añadieron su capacidad político-militar, las diez mil comidas

gratuitas que distribuían diariamente, su prensa autónoma.

Muy pronto se convirtieron en una amenaza tan evidente

para el poder que este tuvo que enviar a los servicios especiales

para masacrarlos.

Quien se constituya de este modo en fuerza sabe que se

convierte en un partido en el desarrollo mundial de las hostilidades.

La cuestión del recurso o de la renuncia a “la violencia”

no es de las que un partido así se plantea. Y el propio

pacifismo nos parece, en cualquier caso, un arma suplementaria

al servicio del imperio, junto a los contingentes de CRS5

y de periodistas. Las consideraciones que deben ocuparnos en

las condiciones del conflicto asimétrico que se nos impone,

atañen a los modos de aparición y desaparición adecuados a

cada una de nuestras prácticas. La manifestación, la acción a

cara descubierta, la protesta indignada, son formas de lucha

no solamente inadecuadas al régimen actual de dominación,

sino contraproducentes, puesto que lo refuerzan alimentando,

con informaciones continuamente actualizadas, sus sistemas

de control. Parecería de buen juicio, vista la inconsistencia

de las subjetividades contemporáneas, incluso la de nues-

tros dirigentes, y también considerando el pathos lacrimógeno

con que se ha conseguido rodear la muerte del más insignificante

de los ciudadanos, atacar los dispositivos materiales

más que a los hombres que les confieren un rostro. Por cuidado

estratégico. Por lo demás, son las formas operativas

propias de todas las guerrillas a las que debemos prestar atención:

sabotajes anónimos, acciones no reivindicadas, el recurso

a técnicas fácilmente apropiables, contraataques a objetivos

concretos.

No hay cuestión moral en el modo como nos procuramos

nuestros medios de vivir y de luchar, sino una cuestión táctica

sobre los medios que nos damos y el uso que hacemos de

ellos.

“La manifestación del capitalismo en nuestras vidas es la

tristeza”, decía una amiga.

Se trata de establecer las condiciones materiales de una

disponibilidad compartida al goce.

5. CRS.- Compagnies Républicaines de Sécurite. Cuerpo de la policía nacional.

(N. del T.)

Proposición VI

Por un lado, queremos vivir el comunismo;

Por el otro, queremos propagar la anarquía.

Escolio

La época que atravesamos es la de la más extrema separación.

La normalidad depresiva de las metrópolis, sus muchedumbres

solitarias, expresan la imposible utopía de una sociedad

de átomos.

La más extrema separación nos enseña el sentido del término

“comunismo”.

El comunismo no es un sistema político o económico. El

comunismo puede arreglárselas la mar de bien sin Marx. El

comunismo se ríe de la URSS. Y se hace difícil de creer que

SE pueda fingir, cada diez años y desde hace medio siglo, el

descubrimiento de los crímenes de Stalin al grito de “¡Mirad

lo que es el comunismo!” si no SE presintiese que todo nos

empuja hacia él.

El único argumento del que pueda decirse que ha aguantado

el envite del comunismo es que no era necesario. Y ciertamente,

por limitados que fuesen, subsistían aún hasta fechas

recientes, aquí y allí, cosas, lenguajes, pensamientos, lugares

comunes; suficientes en todo caso para no enfermar. Había

mundos y estaban poblados. El rechazo de pensar y plantearse

la cuestión del comunismo tenía sus argumentos, argumentos

prácticos. Han sido barridos. Los años 80, el modo en que perdu-

ran, persisten en Francia como la marca traumática de esta

última purga. Desde entonces, todas las relaciones sociales se

han convertido en sufrimiento. Al punto de volver preferible

toda anestesia, todo aislamiento. En cierto sentido, es el liberalismo

existencial lo que nos empuja al comunismo, por el

exceso mismo de su triunfo.

La cuestión comunista apunta a la elaboración de nuestra

relación con el mundo, con los seres, con nosotros mismos.

Se refiere a la elaboración del juego entre los diferentes mundos,

a la comunicación entre ellos. No a la unificación del espacio

planetario, sino a la instauración de lo sensible, es decir de la

pluralidad de los mundos. En ese sentido, el comunismo no

es la extinción de toda conflictividad, no describe un estado

final de la sociedad tras el cual todo habría sido dicho. Porque

es por medio del conflicto, también, como los mundos comunican.

“En la sociedad burguesa, donde las diferencias entre

los hombres sólo son aquellas que no tienen que ver con el

hombre mismo, son precisamente las verdaderas diferencias,

las diferencias de cualidad, las que se menosprecian. El comunista

no quiere construir un alma colectiva. Quiere realizar

una sociedad donde las falsas diferencias sean liquidadas. Y

liquidando estas falsas diferencias, abrir todas las posibilidades

que contienen las diferencias verdaderas.” Así hablaba un

viejo amigo.

Es evidente, por ejemplo, que SE ha pretendido zanjar la

cuestión de lo que me es apropiado, de lo que necesito, de lo

que forma parte de mi mundo, exclusivamente a través de la

ficción policial de la propiedad legal, de lo que es mío y me pertenece.

Algo me es propio en la medida en que pertenece al

dominio de mis usos y no en virtud de un título jurídico. La

propiedad legal no contiene más realidad, a fin de cuentas,

que la de las fuerzas que la protegen. La cuestión del comunismo

pasa, pues, de un lado por la supresión de la policía y,

de otro, por la elaboración entre los que viven juntos de

modos de compartir, de usos. El comunismo, ciertamente, no

está dado. Está por pensar, está por hacer. Y, sin embargo,

todo lo que se pronuncia en su contra obedece en la mayoría

de los casos a una expresión de la fatiga. “Pero jamás lo conseguiréis...

Eso no puede funcionar... Los hombres son como

son... Y además, ya es suficientemente dura la vida como

para.... La energía tiene un límite, no se puede hacer todo”.

Pero la fatiga no es un argumento. Es un estado.

El comunismo parte, por tanto, de la experiencia del compartir.

Y en primer lugar de compartir nuestras necesidades.

La necesidad no es aquello a lo que nos han acostumbrado los

dispositivos capitalistas. La necesidad no es nunca necesidad de una

cosa sin ser al mismo tiempo necesidad de mundo. Cada una de nuestras

necesidades nos liga, más allá de todo pudor, a todo lo

que hace que la experimentemos como tal. La necesidad no

es más que el nombre de la relación por la cual un ser sensible

concreto hace existir tal o cual elemento de su mundo.

Por eso los que carecen de mundo –las subjetividades metropolitanas,

por ejemplo– solamente experimentan caprichos.

Y por eso el capitalismo, que sin embargo satisface como

nadie la necesidad de cosas, no propaga universalmente más

que la insatisfacción: porque para satisfacer la necesidad de

cosas, debe destruir los mundos.

Por comunismo entendemos una cierta disciplina de la atención.

A la práctica del comunismo, tal y como la vivimos, la llamamos

“el Partido”. Cuando logramos superar juntos un

obstáculo o cuando alcanzamos un nivel superior del compartir,

nos decimos que “construimos el Partido”.

Ciertamente, otros, que no conocemos aún, construyen también

el Partido, en otro lugar. Este llamamiento está dirigido

a ellos. Ninguna experiencia de comunismo en la actualidad

puede sobrevivir sin organizarse, sin vincularse a otras, sin

ponerse en crisis, sin librar la guerra. “Porque los oasis que la

vida dispensa son arrasados cuando buscamos refugio en

ellos”.

Tal como lo aprehendemos, el proceso de instauración del

comunismo sólo puede tomar la forma de un conjunto de actos

de comunización, de puesta en común de tal o cual espacio, de

tal o cual artefacto, de tal o cual saber. Es decir: de la elaboración

del modo de compartir que les es propio. La misma

insurrección no es más que un acelerador, un momento decisivo

de este proceso. Tal como lo entendemos, el Partido no

es la organización –donde a fuerza de transparencia todo se

vuelve inconsistente– ni el Partido es la familia –donde todo

huele a engaño a fuerza de opacidad.

El Partido es un conjunto de lugares, de infraestructuras,

de medios puestos en común y los sueños, los cuerpos, los

murmullos, los pensamientos, los deseos que circulan entre

esos lugares, el uso de esos medios, el hecho de compartir esas

infraestructuras.

La noción de Partido responde a la necesidad de una formalización

mínima, que nos vuelva accesibles aún permitiéndonos

permanecer invisibles. Corresponde a la exigencia

comunista explicarnos a nosotros mismos, formular los prin-

cipios de nuestro compartir. Con el fin de que el último en llegar

sea, como mínimo en eso, igual al primero.

Visto más de cerca, el Partido podría no ser más que lo

siguiente: la constitución en fuerza de una sensibilidad. El

despliegue de un archipiélago de mundos. ¿Qué sería, bajo el

imperio, una fuerza política que careciese de sus granjas, sus

escuelas, sus armas, sus medicinas, sus casas colectivas, sus

mesas de montaje, sus imprentas, sus camionetas y sus cabezas

de puente en las metrópolis? Nos parece cada vez más

absurdo que algunos de entre nosotros se vean todavía obligados

a trabajar para el Capital –fuera de las diversas tareas de

infiltración, por supuesto.

De aquí viene la potencia ofensiva del Partido, que también

es una potencia de producción, aún si en su seno las relaciones

no son de producción más que incidentalmente.

El capitalismo ha consistido en la reducción en última instancia

de todas las relaciones a relaciones de producción. De

la empresa a la familia, el mismo consumo aparece como un

episodio más de la producción general, de la producción de

sociedad.

El derrocamiento del capitalismo vendrá de aquellos que

consigan crear las condiciones para otros tipos de relaciones.

En esto el comunismo del que hablamos se opone, punto

por punto, a lo que SE ha llamado “comunismo” y que no fue

en gran medida más que socialismo, capitalismo monopolista

de Estado.

El comunismo no consiste en la elaboración de nuevas relaciones

de producción, consiste más bien en su abolición.

Que no tengamos con respecto a nuestro medio o entre

nosotros relaciones de producción, significa no dejar que la

búsqueda del resultado prime sobre la atención al proceso,

significa desbaratar entre nosotros cualquier forma de valorización,

cuidarnos de no separar afecto y cooperación.

Estar atentos a los mundos, a su configuración sensible,

implica muy especialmente imposibilitar el aislamiento de

algo así como una “relación de producción”.

En los lugares que abrimos, en torno a los medios que

compartimos, esta es la gracia que buscamos, que experimentamos.

Para nombrar esta experiencia, a menudo se oye de

nuevo en Francia la palabra “gratuidad”. Más que de gratuidad

nosotros preferimos hablar de comunismo porque no

olvidamos lo que la práctica de la gratuidad implica de organización

y, a corto plazo, de antagonismo político.

Por otro lado, la construcción del Partido, en su aspecto

más visible, consiste para nosotros en la puesta en común, en

la comunización de aquello de lo que disponemos. Poner en

común un lugar quiere decir: liberar su uso y, sobre la base de

esta liberación, experimentar relaciones delicadas, intensificadas,

complejizadas. Si la propiedad privada es esencialmente

el poder discrecional de privar a cualquiera del uso de la cosa

que se posee, la puesta en común es poder privar del uso de

lo que sea sólo a los agentes del imperio.

Desde todos lados se nos chantajea con la elección entre

la ofensiva y la construcción, la negatividad y la positividad, la

vida y la supervivencia, la guerra y la cotidianidad. No responderemos.

Sabemos demasiado acerca de cómo estas alternativas

dividen primero y escinden después a los colectivos existentes.

Para una fuerza que se despliega, es imposible decir si

la destrucción de un dispositivo que la perjudica es asunto de

construcción o de ofensiva, si el hecho de alcanzar una cierta

autonomía alimentaria o médica constituye un acto de guerra

o de sustracción. Hay circunstancias, como un motín, en las

cuales el hecho de poder curarse entre camaradas aumenta

considerablemente la capacidad de ataque. ¿Quién puede

decir que armarse no forma parte de la constitución material

de una colectividad? Allí donde hay entendimiento acerca de

una estrategia común, no se da elección entre ofensiva y

construcción; se da, en cada situación, la evidencia de lo que

aumenta nuestra potencia y lo que la reduce, de lo que es

oportuno y lo que no lo es. Y allí donde esta evidencia se echa

en falta hay discusión y, en el peor de los casos, apuesta.

En general, no vemos cómo algo distinto a una fuerza, una

realidad apta para sobrevivir a la dislocación total del capitalismo,

puede verdaderamente atacarlo hasta lograr, precisamente,

esta dislocación.

De lo que se tratará, cuando llegue el momento, es de

hacer girar a nuestro favor el hundimiento social generalizado,

transformar un derrumbe del tipo argentino o soviético

en situación revolucionaria. Aquellos que pretenden separar

autonomía material y sabotaje de la máquina imperial expresan

suficientemente bien que no quieren ni una cosa ni la

otra.

No es ninguna objeción contra el comunismo el hecho de

que la experimentación más formidable de la comunización

en el periodo reciente la haya producido el movimiento anarquista

español entre 1868 y 1939.

Proposición VII

El comunismo es posible en todo momento.

Lo que llamamos “Historia” no es al día de hoy más

que el conjunto de tergiversaciones inventadas por los

humanos para conjurarlo. El hecho de que esta

“Historia” consista, desde hace más de un siglo, en

una variada acumulación de desastres, y solamente en

eso, nos habla de que la cuestión comunista ya no

puede suspenderse más. Es esta suspensión la que

debemos, a su vez, suspender.

Escolio

“¿Pero qué queréis vosotros exactamente? ¿Qué proponéis

VOSOTROS?”

Este tipo de preguntas pueden parecer inocentes. Pero

lamentablemente no son preguntas. Son operaciones.

Remitir todoNOSOTROS que se expresa a un VOSOTROS

extranjero es, de entrada, conjurar la amenaza de que

ese NOSOTROS me interpele de algún modo, de que ese

NOSOTROS me atraviese. En segundo lugar es constituir al

portador de un simple enunciado –inasignable en sí mismo– en propietario

de este. Porque en la organización metódica de la separación

por ahora dominante, la circulación de los enunciados

no es admitida si no pueden remitirse a un propietario, a un

autor. Sin el cual correrían el riesgo de ser un poco comunes, y

solamente aquello que enuncia el nosotros impersonal (SE)

está autorizado a la difusión anónima.

Y luego, esas preguntas conllevan esta mistificación: que,

atrapados en el curso de un mundo que nos desagrada, habría

propuestas que hacer, alternativas a encontrar. Que uno

podría, dicho de otro modo, sustraerse a la situación en la que

se ve inmerso para evaluarla de modo desapasionado, entre

gente razonable.

No hay espacio fuera de la situación. No hay afuera de la

guerra civil mundial. Formamos irremediablemente parte de

ella. Estamos irremediablemente atrapados en ella.

Todo lo que podemos hacer al respecto es elaborar, en su

interior, una estrategia. Compartir un análisis de la situación y

elaborar una estrategia. Es el único NOSOTROS posiblemente

revolucionario, el NOSOTROS práctico, abierto y

difuso de aquellos que operan en un mismo sentido.

En el momento en que escribimos esto, en agosto de

2003, podemos afirmar que nos enfrentamos a la mayor ofensiva

del Capital de las últimas dos décadas. El antiterrorismo

y la supresión de las últimas garantías conquistadas en otros

tiempos por el difunto movimiento obrero dan el tono de la

tentativa generalizada de meter en vereda a la población.

Jamás los gestores de la sociedad han sabido tan bien como

ahora de qué obstáculos se han librado y qué medios tienen a

su disposición. Saben, por ejemplo, que la pequeña burguesía

planetaria que ya puebla las metrópolis está suficientemente

desarmada como para no ofrecer la menor resistencia a su

aniquilamiento programado. Como también saben que su

contrarrevolución se materializa en toneladas de cemento,

incluyendo la arquitectura de tantas “nuevas ciudades”. A

largo plazo, parece que el plan del Capital es apartar, a escala

global, un conjunto de zonas pacificadas y conectadas entre

sí, donde el proceso de valorización capitalista abrazaría en

un movimiento a la vez perpetuo e ininterrumpido todas las

manifestaciones de la vida. Esta zona de confort imperial,

ciudadano y desterritorializado, formaría una especie de continuum

policial donde reinaría un nivel de control, tanto político

como biométrico, casi constante. El “resto del mundo”

podría entonces ser enarbolado, a medida que avanza su

incompleta pacificación, a la vez como espantajo y gigantesco

afuera a civilizar. La experimentación salvaje de cohabitación

zona por zona entre enclaves hostiles, tal como se

desarrolla desde hace décadas en Israel, ofrecería el modelo

de gestión de lo social por venir. No tenemos ninguna

duda de que la verdadera razón de todo esto sea, para el

Capital, reconstituir desde la base su propia sociedad. Sea cual

sea su forma y el precio que haya que pagar.

Hemos visto en Argentina cómo el hundimiento económico

de un país entero no ha sido, desde su punto de vista,

demasiado costoso.

En este contexto, NOSOTROS somos aquellos, todos

aquellos, que experimentan la necesidad táctica de las tres operaciones

siguientes:

1. Impedir por todos los medios la recomposición de la

izquierda.

2. Hacer progresar, de “catástrofe natural” en “movimiento

social”, el proceso de comunización, la construcción

del Partido.

3. Llevar la secesión hasta los sectores vitales de la máquina

imperial.

1. Periódicamente la izquierda es derrotada. Eso nos

divierte pero no es suficiente. Su derrota, la queremos definitiva.

Sin remedio. Que nunca jamás el espectro de una oposición

conciliable revolotee en el espíritu de aquellos que se

saben inadecuados al funcionamiento capitalista. La izquierda

–y esto lo admite hoy en día todo el mundo, aunque ¿nos

acordaremos de ello pasado mañana?– forma parte de los dispositivos

de neutralización de la sociedad liberal. Cuanto más

se verifica la implosión de lo social, más invoca la izquierda

“la sociedad civil”. Cuanto más actúa impune y arbitrariamente

la policía, más se declara pacifista. Cuanto más se libera el

Estado de las últimas formalidades jurídicas, más ciudadana

se proclama. Cuanto más crece la urgencia de apropiación de

los medios necesarios para nuestra existencia, más nos exhorta

a esperar, a reclamar la mediación, incluso la protección, de

nuestros amos. Es la izquierda la que nos prescribe hoy, frente

a gobiernos que se sitúan abiertamente en el terreno de la

guerra social, que nos convirtamos en sus interlocutores, que

redactemos nuestras quejas, formulemos reivindicaciones, o

estudiemos la economía política. De Léon Blum a Lula, la

izquierda no ha sido más que eso: el partido del hombre, del

ciudadano y de la civilización. Hoy, ese programa coincide

íntegramente con el programa contrarrevolucionario: mantener

en vigor el conjunto de ilusiones que nos paralizan. La

vocación de la izquierda es expresar un sueño que solamente

el imperio tiene los medios de alcanzar. Es la vertiente idealista

de la modernización imperial, la válvula de escape necesaria

al ritmo insoportable del capitalismo. Ya ni le hace ascos

a escribirlo en las publicaciones del propio ministerio francés

de la Juventud, Educación e Investigación: “En la actualidad

cualquiera sabe que sin la ayuda concreta de los ciudadanos,

el Estado no tendría los medios ni el tiempo necesario para

lograr las obras que pueden evitar la explosión de nuestra

sociedad” (Ganas de actuar – La guía del compromiso).

Hoy, deshacer la izquierda, es decir mantener constantemente

abierto el canal de la desafección social, no es solamente necesario sino

posible. Somos testigos, cuando por otro lado se refuerzan a un

ritmo acelerado las estructuras imperiales, del pasaje de la vieja

izquierda trabajista, enterradora del movimiento obrero y surgida

de él, a una nueva izquierda,mundial, cultural, de la que puede

decirse que tiene al negrismo como punta de lanza. Esta nueva

izquierda no termina de asentarse aún ante la reciente neutralización

del “movimiento antiglobalización”. Sus nuevos engaños

son vistos como tales, mientras que los viejos ya no sirven.

Nuestra tarea es arruinar la izquierda mundial allí donde se

manifieste, sabotear metódicamente, es decir, tanto en la teoría

como en la práctica, cada uno de sus posibles momentos

de constitución. En ese sentido, nuestro éxito en Génova no

reside tanto en los espectaculares enfrentamientos con la

policía o en los daños infligidos a los órganos del Estado y el

Capital, como en el hecho de que la difusión de prácticas de

confrontación propias al “Black Bloc” en todos los bloques de la

manifestación torpedease la apoteosis anunciada por los Tute

Bianche. Así como nuestro fracaso desde entonces se encuentra

en no haber sabido elaborar nuestra posición de modo tal

que esa victoria en la calle se convirtiese en algo más que en

un simple espantajo agitado sistemáticamente por todos los

movimientos llamados “pacifistas”.

Es el actual repliegue de esta izquierda mundial en los

foros sociales –repliegue debido a que ha sido vencida en la calle

lo que debemos atacar.

2. De año en año crece la presión para que todo funcione. A

medida que progresa la cibernetización social, se vuelve más

imperioso volver a la situación de normalidad. Y en base a esta

lógica se multiplican las situaciones de crisis, los disfuncionamientos.

Un corte del fluido eléctrico, un verano demasiado

caluroso o un movimiento social no se diferencian desde el

punto de vista del imperio. Son perturbaciones. Hay que gestionarlas.

Por ahora, es decir a causa de nuestra debilidad, estas situaciones

de interrupción se presentan como tantos momentos

en los que el imperio sobreviene, se inscribe en la materialidad

de los mundos, experimenta nuevos procedimientos. Es ahí,

sobretodo, donde constriñe con más fuerza a las poblaciones

que pretende socorrer. El imperio pasa en todas partes por ser

el agente que nos devuelve a la situación normal. Nuestra

tarea, por el contrario, es la de convertir en habitable la situación de

excepción. No conseguiremos “bloquear la sociedad-empresa”

verdaderamente, si no somos capaces de poblar ese bloqueo

con otros deseos distintos a volver a la normalidad.

En cierto sentido, lo que se produce en una huelga o en

una “catástrofe natural” es muy parecido. Una interrupción

interviene en la regulación organizada de nuestras dependencias.

Entonces se muestra desnudo, en cada uno de nosotros,

el ser de nuestras necesidades, el ser comunista, lo que nos

vincula esencialmente y lo que en esencia nos separa. Cae el

velo de vergüenza con el que cubrimos habitualmente todo

esto. La disponibilidad al encuentro, a la experimentación de

otras relaciones con el mundo, con los otros, con uno mismo,

tal como entonces se manifiesta, basta para barrer cualquier

duda con respecto a la posibilidad del comunismo. Y también

en lo que hace a su necesidad. Lo que se requiere aquí es

nuestra capacidad de auto-organización, nuestra capacidad,

organizándonos desde el principio en base a nuestras necesidades,

de hacer durar, de propagar, de hacer efectiva la situación

de excepción, esa misma sobre cuyo terror se funda el

poder imperial. La ignorancia de esta ambivalencia de la situación

de excepción por parte de los movimientos sociales sorprende

particularmente. La expresión misma “movimiento

social” parece sugerir que lo que importa realmente es hacia

dónde se va y no lo que ocurre mientras tanto. Se da en todos

los movimientos sociales actuales el compromiso tácito de no

tomar en consideración aquello en lo que consisten, lo cual

explica el hecho de que se sucedan los unos a los otros, no

sólo sin agregarse nunca, sino más bien empeñados en distanciarse

entre sí. De ahí la textura particular, tan volátil, de la

sociabilidad de movimiento, donde cualquier compromiso

parece tan fácilmente revocable. De ahí también su invariable

dramaturgia: un rápido vuelo debido a la resonancia mediática

y después, a partir de esta agregación temprana, el lento e

inexorable deterioro; y finalmente, agotado el movimiento, el

último reducto de irreductibles acaban por afiliarse a tal o cual

sindicato, fundan tal o cual asociación, esperando así encontrar

una continuidad organizativa a su compromiso. No es esa

la continuidad que nosotros buscamos: el hecho de disponer

de locales donde reunirnos o de una fotocopiadora para octavillas.

La continuidad que buscamos es la que nos permita,

después de haber luchado durante meses, no volver a trabajar,

no volver a retomar el trabajo como antes, continuar provocando

daños. Y esa continuidad solamente podemos construirla

en la duración de los movimientos. Es una cuestión de

puesta en común inmediata, material, de construcción de una

verdadera máquina de guerra revolucionaria, de construcción

del Partido.

Se trata, tal y como decimos, de organizarse en base a

nuestras necesidades –de poder responder progresivamente a

la cuestión colectiva de comer, dormir, pensar, amar, de crear

formas, de coordinar nuestras fuerzas– y de concebir todo esto

como un momento de la guerra contra el imperio.

Solamente así, habitando las mismas perturbaciones del

programa, podremos enfrentarnos a ese “liberalismo económico”

que no es más que la estricta consecuencia, la lógica

puesta en funcionamiento, del liberalismo existencial aceptado

en todas partes, practicado y considerado por cada uno

como su derecho más elemental, incluidos aquellos que querrían

desafiar al “neoliberalismo”. Es así como se construirá

el Partido, como una estela de lugares habitables dejados tras de

sí por cada una de las situaciones de excepción con que tropieza

el imperio. Nadie podrá dejar entonces de constatar

cómo las subjetividades y los colectivos revolucionarios se

vuelven más consistentes, a medida que se dan un mundo.

3. El imperio es manifiestamente contemporáneo a la

constitución de dos monopolios: por un lado, el monopolio

científico de las descripciones “objetivas” del mundo y de las

técnicas de experimentación sobre este; por el otro, el monopolio

religioso de las técnicas de sí, de los métodos por los

cuales se elaboran subjetividades -monopolio del que depende

directamente la práctica psicoanalítica. De un lado una

relación con el mundo depurada de toda relación con uno

mismo –uno mismo como fragmento del mundo–, del otro

una relación con uno mismo depurada de toda relación con

el mundo –con el mundo en tanto que me atraviesa. Todo

sucede entonces como si las ciencias y las religiones, en su

mismo distanciarse, configurasen el espacio ideal donde el

imperio es libre de moverse. Ciertamente, estos monopolios

están muy diversamente distribuidos según las zonas del

imperio. En las regiones llamadas desarrolladas, las ciencias

constituyen un discurso de verdad al que se le reconoce el

poder de dar forma a la existencia misma de la colectividad,

precisamente ahí donde el discurso religioso ha perdido esta

capacidad. Por lo tanto es allí donde debemos llevar la secesión

en primer lugar.

Llevar la secesión a las ciencias no significa abalanzarse

sobre ellas como si se tratasen de una fortaleza a conquistar o

a arrasar, sino destacar las líneas de fractura que las recorren,

tomar el partido de aquellos que acentúan estas líneas y que,

por esto mismo, comienzan por no disfrazarlas. Porque del

mismo modo que hay grietas trabajando permanentemente la

falsa compacidad de lo social, cada rama de las ciencias forma

un campo de batalla saturado de estrategias. Con el paso del

tiempo la comunidad científica ha logrado construir en torno

a sí misma la imagen de una gran familia unida, consensual en

lo básico y muy respetuosa de las reglas de cortesía. Esa fue

de hecho la mayor operación política ligada a la existencia de

las ciencias: velar los desgarros internos y ejercer, a partir de

esta imagen aplanada, efectos de terror sin igual. Terror hacia

afuera, como privación del estatuto de discurso de verdad

para todo aquello que no se reconoce como científico. Terror

hacia dentro, como descalificación refinada, feroz, de las

potenciales herejías. “Estimado colega...”

Cada ciencia pone en marcha un conjunto de hipótesis;

estas hipótesis son decisiones en tanto que construyen realidad.

Hoy en día esto es ampliamente aceptado. Lo que se niega es

la significación ética de cada una de estas decisiones, cómo cada

una de ellas implica una cierta forma de vida, un cierto modo

de percibir el mundo (por ejemplo, experimentar el tiempo

existencial como despliegue de un “programa genético” o la

alegría como un asunto de serotonina).

Así, los juegos de lenguaje científicos no parecen construidos

para establecer una comunicación entre aquellos que los

usan, sino para excluir a quienes los ignoran. Los agenciamientos

materiales, estancos, en los que se inserta la actividad

científica –laboratorios, coloquios, etc.– llevan en sí mismos

el divorcio entre las experimentaciones y los mundos que

estas podrían configurar. No basta con describir de qué modo

las investigaciones llamadas “fundamentales“ están siempre

conectadas de algún modo con los flujos militares y empresariales,

y cómo, recíprocamente, estos contribuyen a definir

sus contenidos, las mismas orientaciones de la investigación.

La manera que tienen las ciencias de participar en la pacificación

imperial pasa sobre todo por desarrollar solamente las

experimentaciones y chequear las hipótesis compatibles con el

mantenimiento del orden dominante. Por el contrario, nuestro

modo de arruinar el orden imperial pasa por la apertura de

espacios disponibles para las experimentaciones antagonistas.

De la existencia de tales espacios desocupados depende que

las experimentaciones puedan dar a luz sus mundos conexos,

así como depende de la pluralidad de estos mundos que se

exprese la conflictividad oculta de las prácticas científicas.

Se trata de que los practicantes de la vieja medicina mecanicista

y pasteuriana se unan a los que practican las medicinas

“tradicionales”, prescindiendo de cualquier extravío new age.

Que deje de confundirse el compromiso con la investigación

y la defensa judicial de la integridad de los laboratorios. Que

las prácticas agrícolas no productivistas se desarrollen al margen

del coto cerrado de las etiquetas bio. Que sean cada vez

más numerosos los que experimenten el carácter irrespirable

de las contradicciones de “la educación nacional”, entre

defensa de la República y taller de auto-empresarialidad difusa.

Que la “cultura” no pueda enorgullecerse de la colaboración

de un solo inventor de formas.

En todas partes hay alianzas posibles.

La perspectiva de quebrar los circuitos capitalistas exige,

para ser efectiva, que las secesiones se multipliquen,

y que se agreguen.

SE nos dirá: estáis atrapados en una alternativa que, de un

modo u otro, os condena: o bien lográis convertiros en una

amenaza para el imperio y, en ese caso, seréis rápidamente eliminados;

o bien no lográis constituir tal amenaza y, una vez

más, os destruiréis a vosotros mismos.

Queda apostar por la existencia de otra posibilidad, un delgado

filo, pero suficiente para que podamos caminar por él,

suficiente para que todos aquellos que escuchen puedan caminar y

vivir en él.

“Cada día, la juventud espera, espera su

oportunidad como la esperan los obreros,

incluso los viejos. Esperan todos, aquellos

que están descontentos y que reflexionan.

Esperan que se levante una fuerza, algo de

lo que formar parte, una suerte de nueva

internacional, que no cometa los errores de

las antiguas. La posibilidad de acabar de una

vez por todas con el pasado.

Y que comience algo nuevo.

NOSOTROS HEMOS COMENZADO.”

5. CRS.- Compagnies Républicaines de Sécurite. Cuerpo de la policía nacional.

(N. del T.)


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ISBN: 978-84-7774-202-9
Depósito legal: M-20.737-2009

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